Rev Esp Endocrinol Pediatr

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Rev Esp Endocrinol Pediatr 2020;11 Suppl(1):71-87 | Doi. 10.3266/RevEspEndocrinolPediatr.pre2020.Aug.593
Severe obesity in adolescents. Endocrine-metabolic complications and medical treatment
Obesidad severa del adolescente. Complicaciones endocrino-metabólicas y tratamiento médico

Sent for review: 14 Aug. 2020 | Accepted: 14 Aug. 2020  | Published: 8 Oct. 2020
Diego Yeste1, Larry Arciniegas1, Ramón Vilallonga2, Anna Fàbregas1, Laura Soler1, Eduard Mogas1, Ariadna Campos1, María Clemente1
1Unidad de Endocrinología Pediátrica. Hospital Universitario Vall d'Hebron. Universidad Autónoma de Barcelona. Ciber Enfermedades Raras. Barcelona (Spain)
2Unidad de Cirugía Bariátrica Endocrino-Metabólica. Hospital Universitario Vall d'Hebron. Universidad Autónoma de Barcelona. Ciber Enfermedades Raras. Barcelona (Spain)
Correspondence:Diego Yeste, Unidad de Endocrinología Pediátrica, Hospital Universitario Vall d'Hebron. Universidad Autónoma de Barcelona. Ciber Enfermedades Raras, Pº Vall d'Hebron 119-129, 08035, Barcelona, Spain
E-mail: dyeste@vhebron.net
Abstract

Obesity is the most frequent nutritional disorder in adolescence. The increase in its prevalence and intensity of the excess weight have revealed the numerous and important comorbidities associated with it. Hyperinsulinemia and insulin resistance are the central axis of the subsequent development of glucose intolerance, type 2 diabetes, metabolic syndrome and/or obese metabolic risk phenotype. The deposition of fat in the abdominal visceral space and at the myocellular level is the main independent risk factor in the genesis of a state of chronic low-grade systemic inflammation and the development of resistance to insulin action. Over the past few years, it has been proven that the persistence of obesity and its metabolic alterations in adulthood significantly increases the risk of suffering from early degenerative cardiovascular disease and type 2 diabetes determining a lower life expectancy. Individual or group programs aimed at modifying lifestyles and nutritional habits, and pharmacological treatments have proven to be inefficient tools in reducing and maintaining weight loss in patients affected by morbid obesity if they are not carried out in specific units with a multidisciplinary approach with the use of intensive cognitive-behavioural and psychodynamic techniques. Bariatric surgery is the only method that maintains weight loss in the medium term, improving diseases associated with obesity and quality of life, although it is unknown if these effects will be maintained in the medium and long term.

Resumen

La obesidad es el trastorno nutricional más frecuente en la adolescencia. El incremento de su prevalencia y de la intensidad del exceso ponderal han puesto de manifiesto las numerosas e importantes comorbilidades asociadas a la misma. La hiperinsulinemia y la resistencia a la insulina son el eje central del desarrollo posterior de estados de intolerancia a la glucosa, de diabetes tipo 2, del síndrome metabólico y/o del fenotipo obeso de riesgo metabólico. El depósito de grasa en el espacio visceral abdominal y a nivel miocelular es el principal factor independiente de riesgo en la génesis de un estado de inflamación sistémica crónica de bajo grado y del desarrollo de resistencia a la acción de la insulina. En el transcurso de los últimos años se ha comprobado que la persistencia de la obesidad y de sus alteraciones metabólicas en la edad adulta incrementa de forma significativa el riesgo de padecer enfermedad cardiovascular degenerativa precoz y diabetes tipo 2 que hacen que en el futuro los pacientes obesos tengan una menor esperanza de vida. Los programas individuales o grupales dirigidos a modificar los estilos de vida y sus hábitos nutricionales, y los tratamientos farmacológicos han demostrado ser unas herramientas poco eficaces en la reducción y el mantenimiento de la pérdida ponderal en los pacientes afectados de obesidad mórbida si no se efectúan dentro de Unidades específicas que dispongan de programas multidisciplinares que utilicen técnicas cognitivo-conductuales y psicodinámicas de carácter intensivo. La cirugía bariátrica es el único método que mantiene el descenso del peso a medio plazo, mejorando las enfermedades asociadas a la obesidad y la calidad de vida, aunque se desconoce si estos efectos se mantendrán en el medio y largo plazo.

Key Words: Morbid obesity, Insulin resistance, Glucose intolerance, Type 2 diabetes, Metabolic syndrome, Metabolically unhealthy obesity, Adolescence Palabras clave: Obesidad mórbida, Resistencia a la insulina, Intolerancia a la glucosa, Diabetes tipo 2, Síndrome metabólico, Fenotipo obeso de riesgo metabólico, Adolescencia

Introducción

La Sociedad Americana de Obesidad ha definido a la obesidad como una “enfermedad neuroconductual crónica de origen multifactorial y recidivante, en la que el incremento de la grasa corporal determina una disfunción del tejido adiposo y una sobrecarga mecánica que determina importantes consecuencias metabólicas, biomecánicas y psicosociales en el estado de salud” (Tabla 1). En el transcurso de los últimos años, su incidencia en los países desarrollados está adoptando proporciones epidémicas hasta convertirse en un problema de salud pública de primera magnitud con importantes implicaciones económicas y sociales. Ha sido señalada por la Organización Mundial de la Salud como la epidemia nutricional del siglo XXI. Datos recientes muestran que la tasa de sobrepeso en la población de niños, adolescentes y adultos jóvenes de 4 a 24 años se ha incrementado aproximadamente un 10% en los últimos 20 años; estimándose que en la actualidad el 25% de los niños y adolescentes de ambos sexos presentan sobrepeso y que el 10% de esta población y en este rango de edad presentan obesidad en la población española [1].

La obesidad infantil y juvenil constituye un factor de riesgo para el desarrollo a corto plazo de un amplio abanico de complicaciones ortopédicas (pies planos, genu valgo), respiratorias (asma), digestivas (esteatosis hepática, reflujo gastroesofágico), endocrinológicas (resistencia a la insulina, prediabetes y dislipemias), hipertensión arterial y trastornos psicológicos (falta de autoestima, ansiedad, depresión y riesgo de sufrir acoso escolar) entre otras. Además, un gran número de estudios ponen en evidencia que la obesidad infantil tiende a perpetuarse en la edad adulta favoreciendo el desarrollo precoz de la aterogénesis, incrementando el riesgo de desarrollar enfermedades graves como las cardiovasculares, la diabetes y ciertas formas de cáncer que hacen que en el futuro los pacientes obesos tengan una menor esperanza de vida [2,3]. Todas estas comorbilidades asociadas a la obesidad son más prevalentes y severas en los niños y adolescentes con mayor grado de obesidad y con mayor tiempo de evolución de la obesidad [4,5].

 

Definición y prevalencia de la obesidad mórbida en niños y adolescentes

El índice de la masa corporal (IMC) es el parámetro antropométrico más utilizado para estimar el contenido de la grasa corporal de un sujeto. No obstante, su interpretación durante la infancia y adolescencia presenta limitaciones debido a que este índice no es constante y varía ampliamente en función de la edad, del sexo, del estadio madurativo y de la prevalencia de la obesidad de la población, siendo necesario disponer de valores de referencia y referirlo en forma de valor z-score. El cálculo de este índice es de gran utilidad para relacionar la morbilidad con el grado de obesidad y para monitorizar los efectos del tratamiento a corto y largo término [6,7].

No existe un acuerdo unánime para definir la obesidad mórbida en la infancia y la adolescencia, aunque algunos autores y sociedades científicas sugieren que cualquier niño o adolescente con un IMC >3,5 DE (desviaciones estándar normalizadas para la edad y sexo, SDS o z-score) debería ser incluido en este grupo ya que este valor es equivalente a la edad de 18 años con la definición de obesidad de clase III en poblaciones adultas (IMC ≥40 kg/m2) [8]. Las desviaciones del IMC para una determinada edad y sexo expresadas en porcentajes constituyen una forma práctica de conocer el sobrepeso y de valorar el grado de obesidad. Desviaciones comprendidas entre el 120% y el 140% del percentil 95 definen la obesidad severa, si están comprendidas entre el 140% y el 160% la obesidad mórbida y si son superiores al 160% la obesidad extrema [9].

Estudios recientes indican que el índice de masa triponderal (IMT) (peso/talla3) estima los niveles de grasa corporal con mayor precisión que el IMC en niños y adolescentes de 8 a 17 años de edad, y se ha propuesto sustituir el uso de los valores z-score del IMC por los del IMT [10]. En nuestro país, recientemente, nuestro grupo ha publicado los valores de referencia del IMC y del índice triponderal (IMT) según la edad y sexo de los niños sanos sin malnutrición ni obesidad de la generación del milenio incluidos en el estudio longitudinal de crecimiento de Barcelona (1995-2017) [11]. Estos valores pueden ser de una gran utilidad para la evaluación clínica de la obesidad especialmente durante la etapa prepuberal y la adolescencia. En concreto, los valores del IMT se mantienen muy uniformes tanto en niños como en niñas desde la edad de 8 años hasta los 18 años, por lo que un único punto de corte sería preciso para identificar el estado de sobrepeso-obesidad y de este modo evitar cálculos matemáticos más complejos para estimar el grado de obesidad (valor z-score y porcentaje de peso). En concreto, un valor de IMT igual o superior a 13,9 en los niños y de 13,8 en las niñas identificaría a los pacientes con sobrepeso y un valor de 15,4 en los niños y de 15,2 en las niñas identificaría la obesidad en este rango de edades. Nuestro estudio además pone de relieve que el IMT es el parámetro antropométrico que tiene mayor especificidad para identificar los pacientes obesos con riesgo metabólico, siendo el mejor punto de corte el valor de 18,7 [12].

La prevalencia real de la obesidad mórbida en la adolescencia no está bien establecida en nuestro país, aunque recientemente un informe interno del Instituto Catalán de la Salud pone de relieve que podría afectar al 0,8% de los niños y adolescentes de edades comprendidas entre los 13 y 18 años de edad. Un estudio actual publicado en EE.UU. estima su incidencia en el 1,8% [13].

 

Obesidad y resistencia a la insulina

La mayor parte de las complicaciones metabólicas y cardiovasculares de la obesidad están estrechamente relacionadas con la presencia de hiperinsulinemia y de resistencia a la insulina [14]. Se estima que aproximadamente el 55% de la variabilidad de la sensibilidad a la insulina en los niños está determinada por el contenido de tejido adiposo tras ajustar por la edad, el sexo, la raza y el estadio puberal [15,16]. La resistencia a la insulina se caracteriza por la disminución de la capacidad de la insulina para llevar a cabo sus funciones fisiológicas normales en sus tejidos diana, especialmente en el músculo esquelético donde es responsable del 80% del transporte de la glucosa. Inicialmente, la resistencia a la insulina genera mecanismos compensatorios, de forma que, durante un período variable de tiempo, la hipersecreción de insulina mantiene la glucemia en concentraciones normales. Este período que podíamos denominar de prediabetes resulta difícil de detectar desde el punto de vista clínico, precisamente por el mantenimiento de los valores de glucemia dentro de la normalidad [17]. No obstante, en fases más avanzadas, la secreción de insulina por las células beta pancreáticas puede deteriorarse y ser insuficiente para mantener la glucosa dentro del rango de normalidad. Este es el punto en el que se suelen empezar a diagnosticar la mayoría de los casos de diabetes mellitus tipo 2 (Figura 1). La alternativa para una detección más precoz de la resistencia pasaría por el análisis de los valores de insulinemia, bien en ayunas para calcular el índice de resistencia medido por el modelo “homeostasis model assessment (HOMA)” o bien en curvas de tolerancia a glucosa para detectar la hiperinsulinemia y la respuesta de la glucemia a los 120 minutos [18].

La resistencia a la insulina a nivel celular ocurre en múltiples tejidos y resulta en un incremento de la liberación de glucosa de origen hepático y una captación disminuida a nivel muscular y del tejido adiposo. El mecanismo fisiopatológico por el que la obesidad induce resistencia a la insulina parece ser multifactorial. Se han propuesto diferentes mecanismos patogénicos; desde una disminución efectiva del número de receptores de insulina a defectos del receptor de la insulina o en la señalización intracelular postreceptor, al incremento de los ácidos grasos circulantes que interfieren con la captación de glucosa a nivel periférico, a la disminución efectiva del número de mitocondrias y/o a su disfunción en el tejido muscular y por último al incremento del depósito de grasa visceral, siendo éste el principal factor independiente de riesgo en el desarrollo de estados de resistencia a la insulina tanto en niños como adultos [19].

En el transcurso de los últimos años se ha puesto de relieve la capacidad del tejido adiposo, y en especial el depositado a nivel visceral, de producir una gran variedad de moléculas multifuncionales, denominadas colectivamente adipocitoquinas, que ejercen un papel muy destacado en la regulación del metabolismo y la homeostasis energética del organismo, y parecen ser las piezas claves en el desarrollo de los estados de resistencia a la insulina por su capacidad para modular los efectos de la insulina a nivel del receptor o postreceptor en los tejidos donde ejerce su actividad [20,21].

El desarrollo de un estado proinflamatorio de baja intensidad en el tejido adiposo parece ser uno de los factores clave en la génesis de la resistencia a la insulina en los pacientes obesos. El tejido adiposo no solo es un órgano de reserva y de depósito que tiene una gran plasticidad para adaptarse al exceso de nutrientes, sino que también es un órgano de secreción endocrina muy activo y que interviene en la regulación del metabolismo intermediario y energético a través de la síntesis de diferentes hormonas (adipoquinas) y proteínas de bajo peso molecular (citoquinas o citocinas) que regulan la función de otros tipos celulares [22].

Una de las principales adipoquinas secretadas por el adipocito es la leptina que interviene de forma directa en la regulación del balance energético del organismo y de la saciedad en el núcleo arcuato del hipotálamo [23]. La adiponectina es otra hormona proteica de síntesis prácticamente adipocitaria que desempeña importantes efectos antidiabéticos y antiaterogénicos en los humanos. Diversos estudios han puesto de relieve que la adiponectina incrementa la sensibilidad a la insulina en el hígado, en el músculo esquelético y en el tejido adiposo a través de su capacidad de inhibir la gluconeogénesis hepática, facilitar la captación y la utilización de la glucosa en el músculo esquelético, y finalmente activando la oxidación de los ácidos grasos y la supresión de la lipogénesis en el tejido adiposo. Los niveles circulantes de adiponectina se correlacionan de forma inversa con el valor del IMC y el porcentaje de grasa corporal. Sus concentraciones plasmáticas se encuentran muy disminuidas en los pacientes obesos y muy especialmente en aquellos que además presentan resistencia a la insulina y diabetes tipo 2, enfermedad cardiovascular e hipertensión arterial. En niños y adolescentes, la adiponectina es un excelente factor predictivo de la sensibilidad a la insulina, con independencia del grado de adiposidad, de tal forma que la reducción de los niveles de esta citocina parece estar implicado en la génesis de la resistencia a la insulina y del síndrome metabólico en los pacientes obesos [24-26].

Las citoquinas son los agentes responsables de la comunicación intercelular, inducen la activación de receptores específicos de membrana, funciones de proliferación y diferenciación celular, e intervienen en la quimiotaxis, y en la modulación de la secreción de inmunoglobulinas y de otras glicoproteínas. Son producidas fundamentalmente por los  linfocitos  y los macrófagos activados, aunque también pueden ser producidas por los leucocitos polimorfonucleares, las células endoteliales, los adipocitos, el hepatocito, los miocitos y otras células del tejido conjuntivo y del sistema hematopoyético. Su acción fundamental consiste en la regulación del mecanismo de la inflamación. Hay citocinas con actividad antiinflamatoria y otras son proinflamatorias [27].

Las principales citoquinas antiinflamatorias son los antagonistas del receptor de la IL-1 (IL-1RA), el factor de crecimiento transformador beta (TGF-β) y las interleucinas 4, 6, 10, 11 y 13. Los receptores específicos para la IL-1, TNF-α e interleucina 18 (IL18) se comportan como inhibidores de sus respectivas citoquinas proinflamatorias. En condiciones fisiológicas, todas estas moléculas actúan como inmunomoduladores y, por lo tanto, limitan el efecto potencialmente nocivo de la reacción inflamatoria. Sin embargo, en la obesidad, la respuesta antiinflamatoria puede ser insuficiente para contrarrestar la actividad proinflamatoria producto de la secreción excesiva de la interleucina 6 (IL6), del factor de necrosis tumoral-α (TNF-α), el amiloide sérico A, la resistina, el inhibidor del activador del plasminógeno (PAI-1), la proteína transportadora de retinol y la proteína C reactiva (PCR) entre otras, por parte de los adipocitos y de los linfocitos y macrófagos presentes en el espacio intersticial del tejido adiposo, determinando de este modo un estado de inflamación crónico de bajo grado e intensidad. Un gran número de estudios pone de manifiesto la estrecha relación existente entre el volumen del tejido adiposo visceral y los niveles circulantes de estas citoquinas proinflamatorias que también parecen intervenir activamente en el desarrollo de la resistencia a la insulina en los sujetos obesos [28-31].

En la obesidad se produce un balance energético positivo que determina un estado hiperanabólico en los adipocitos. El incremento de la actividad de las mitocondrias y del retículo endoplasmático en el proceso de formación de las vesículas grasas intraadipocitarias en respuesta al exceso de nutrientes tiene como consecuencia la síntesis y liberación al medio de un gran número de citoquinas adipocitarias que son responsables de la puesta en marcha de una respuesta inflamatoria adaptativa que sería beneficiosa inicialmente para modular la proliferación y diferenciación de los preadipocitos y facilitar de esta forma la expansión por hiperplasia del tejido adiposo subcutáneo y el depósito del excedente energético. Cuando el tejido adiposo subcutáneo es incapaz de almacenar apropiadamente el exceso de energía o se ha rebasado el umbral de almacenamiento es cuando se inicia el proceso de depósito de grasa visceral. Los adipocitos de este tejido tienen una menor capacidad adipogénica por lo que crecen por hipertrofia, es decir, por aumento de su tamaño. La hipertrofia de los adipocitos lleva implícito una disregulación del tejido adiposo (adiposopatía) que determina un remodelado de su estructura y el desarrollo de un estado proinflamatorio con repercusiones a nivel local y sistémico, especialmente en sujetos genéticamente susceptibles. La síntesis de las quinasas c-Jun N-terminal (JNK) y del factor nuclear kappa b (NFkB) están en la base de esta respuesta inflamatoria que promueve en las células linfomonocitarias la síntesis de la proteína quimioatrayente de los monocitos 1 (MCP-1). Esta citoquina promueve la migración de los monocitos al interior del estroma del tejido adiposo y la puesta en marcha de la cascada inflamatoria que conduce a través de la activación de las serina-quinasas la síntesis de otras moléculas, como la galectina-3 y el leucotrieno B4, que tienen la capacidad de interferir con actividad de la insulina en los tejidos periféricos y que está en la base del desarrollo de la resistencia a la insulina en los pacientes obesos [30].

Recientemente se ha podido comprobar que las alteraciones en el patrón de la distribución de la grasa corporal (subcutánea y visceral) o su depósito en localizaciones no habituales, como en el hígado y en el músculo, son factores que también contribuyen al desarrollo de la resistencia a la insulina en niños y adolescentes [32,33]. La regulación y la función metabólica del tejido adiposo visceral es muy diferente a la del tejido adiposo subcutáneo, y se caracteriza por su mayor sensibilidad a los estímulos beta adrenérgicos, lo que determina una actividad lipolítica más intensa y una mayor liberación de ácidos grasos y glicerol que son transportados directamente por el eje portal al hígado [34]. El mecanismo en virtud del cual el tejido adiposo visceral causa resistencia a la insulina se atribuye a los ácidos grasos libres que interfieren con la actividad de la insulina en sus tejidos diana, inhibiendo con ello la translocación de los transportadores de glucosa GLUT-4 desde el interior del citoplasma celular a la membrana plasmática. De esta forma se disminuye el transporte efectivo de glucosa mediado por la insulina al interior celular (35). Estudios recientes ponen de manifiesto que los micro-ARN contenidos dentro de los exosomas (vesículas que secretan los tejidos y que contienen proteínas, lípidos o moléculas de ARN) [36,37] y el incremento en las concentraciones plasmáticas de los lipopolisacáridos circulantes (LPS) sintetizados por las bacterias gramnegativas del intestino (y en la que su difusión sistémica está facilitada en los pacientes obesos por una permeabilidad aumentada a estas macromoléculas) también parecen contribuir al desarrollo del estado proinflamatorio y de la resistencia a la insulina [38,39].

Finalmente, la nutrición puede ser un factor adicional favorecedor del desarrollo de estados de resistencia a la insulina en los pacientes obesos. Diferentes estudios de base experimental en modelos animales y clínicos en humanos ponen de relieve que tanto las dietas hipercalóricas como aquellas con un elevado contenido de grasa y carbohidratos y con un bajo aporte de fibra favorecen el desarrollo de resistencia a la insulina [40]. La valoración del contenido graso en el espacio intramiocelular no es fácil de determinar en la práctica clínica; sin embargo, una estimación indirecta del contenido de la grasa visceral puede obtenerse con la medida del perímetro de la cintura, que se ha demostrado de ser gran utilidad para identificar los niños y adolescentes obesos con resistencia a la insulina y riesgo de presentar síndrome metabólico, por lo que se aconseja su medida rutinaria en todos los niños y adolescentes obesos [41].

 

Trastornos del metabolismo de la glucosa en los niños y adolescentes obesos  

El incremento de la prevalencia de la obesidad que ha tenido lugar en las últimas décadas en los países industrializados se ha visto acompañado de un incremento paralelo en la incidencia de diabetes tipo 2 tanto en poblaciones adultas como pediátricas [42-44]. En poblaciones adultas obesas se ha comprobado que la diabetes tipo 2 se desarrolla en la mayoría de sujetos después de un tiempo variable de evolución. Durante este periodo se pueden poner de manifiesto en estos pacientes estados de intolerancia a la glucosa que pueden representar un estadio intermediario de la historia natural de la diabetes tipo 2, estimándose que anualmente entre el 6% y el 7% de los pacientes con estados de intolerancia a la glucosa evolucionan a diabetes tipo 2 [45,46].

En poblaciones pediátricas obesas la existencia de estados de resistencia a la insulina pueden ser el punto de partida para el desarrollo posterior de la diabetes tipo 2 y/o del síndrome metabólico, habiéndose definido recientemente la prediabetes tipo 2 en el adolescente obeso [47,48]. En un estudio diseñado con objeto de conocer la causa subyacente de la intolerancia a la glucosa en los niños y adolescentes obesos, se puso de manifiesto que los sujetos con intolerancia a la glucosa eran significativamente más insulinoresistentes que los individuos con tolerancia normal a la glucosa, a pesar de que el grado de adiposidad era similar en ambos grupos. Las diferencias observadas en la sensibilidad a la insulina en estas poblaciones pudieron atribuirse finalmente a las diferencias observadas en el patrón de distribución del contenido graso corporal. Los adolescentes con intolerancia a la glucosa mostraron mayor depósito de grasa intramiocelular en comparación con los adolescentes obesos sin intolerancia a la glucosa, lo que de nuevo resalta la importancia que tiene el patrón de la distribución de la grasa corporal como mecanismo patogénico de desarrollo de la resistencia a la insulina y de las alteraciones del metabolismo de los hidratos de carbono en los niños y adolescentes obesos [33].

En un estudio prospectivo efectuado por nuestro grupo dirigido a establecer la prevalencia de la intolerancia a la glucosa y de la diabetes tipo 2 en una cohorte de 145 niños y adolescentes obesos de edades comprendidas entre los 4 y 18 años con un IMC medio de 29,2 ± 4,7 kg/m2 (z-score IMC: 4,2 ± 1,6) fue del 19,2% y del 0% respectivamente. No obstante, la prevalencia de intolerancia a la glucosa varió ampliamente con relación al valor del z-score del IMC (8,7% para el grupo entre +2 y +3, 21.5% para el grupo entre +3 y +4 y 25.0% para los sujetos con z-score superior a +4), y también con relación al estadio puberal (prepuberales 7,5%, puberales 39%, y postpuberales 36%) [18]. Estos porcentajes son ligeramente inferiores a los observados en un estudio norteamericano sobre una población multirracial en el que la prevalencia de la intolerancia a la glucosa osciló entre el 21% al 25% en función del grupo étnico de procedencia y la de diabetes tipo 2 que fue del 4% [49] y superiores a la publicada  en una población de niños y adolescentes obesos de nacionalidad italiana, en los que la prevalencia de intolerancia a la glucosa fue del 4,5% y la de diabetes tipo 2 del 0,14% [50].

Nuestro estudio puso de evidencia que los niños y adolescentes obesos con intolerancia a la glucosa presentaban valores significativamente más elevados de z-score de IMC, de insulina basal, y del índice HOMA; por el contrario, los valores del índice QUICKI estaban disminuidos de forma significativa. Estos resultados nos llevan a considerar que la intolerancia a la glucosa está muy estrechamente relacionada con el grado de obesidad y con la existencia de resistencia a la insulina, y son concordantes con otros trabajos en los que mediante clamp euglicémico-hiperinsulinémico e hiperglucémico se demuestra que los niños y adolescentes obesos con intolerancia a la glucosa presentan insulinorresistencia y alteraciones en el metabolismo no oxidativo de la glucosa [51-54]. Otro de los objetivos de nuestro estudio fue analizar si las determinaciones basales de insulina y los valores de los índices HOMA y QUICKI eran capaces de identificar a los sujetos obesos con intolerancia a la glucosa. Aunque sus valores medios eran diferentes, alcanzando grado de significación, tan solo nos permitían identificar a un reducido número de sujetos con valores muy extremos. No obstante, estos índices fueron los mejores predictores de las concentraciones plasmáticas de glucemia a las dos horas del TTOG. En estas circunstancias y mientras no dispongamos de otros parámetros más sensibles y precisos se debe de seguir recomendando la práctica de un TTOG en los niños y adolescentes obesos para identificar estados de intolerancia a la glucosa y de diabetes tipo 2.

Por el momento, se desconoce si los adolescentes obesos sufren un periodo prolongado de hiperglucemia asintomática antes de presentar la diabetes tipo 2 y si el grado de riesgo es equivalente al de los adultos, aunque recientemente se ha podido constatar que la transición desde los estados de tolerancia normal a la glucosa a la intolerancia a la glucosa y desde ésta a la diabetes tipo 2 en adolescentes obesos está muy estrechamente relacionada con el incremento progresivo del peso corporal en el tiempo; siendo reversible siempre que se incremente la actividad física y se produzca una disminución efectiva del peso del paciente [55]. Los parámetros con mejor capacidad predictiva para estimar la progresión de la intolerancia a la glucosa y a la diabetes tipo 2 fueron la persistencia de la resistencia a la insulina que estuvo directamente relacionada con el grado de adiposidad y la disminución de la primera fase de secreción de la insulina [56]. De todos modos, son precisos un mayor número de estudios longitudinales para determinar con exactitud como transcurre la secuencia de los sucesos fisiológicos implicados en la transición de normalidad a la intolerancia de glucosa, y de ésta a la diabetes tipo 2. Estas observaciones ponen de relieve que todas aquellas medidas encaminadas a prevenir la progresión o la conversión de la prediabetes a la diabetes 2 deben tener como objetivo una mejoría de la función de la célula beta pancreática. En la Tabla 2 se muestran los criterios aceptados actualmente para definir la prediabetes y la diabetes tipo 2.

Los niños y adolescentes que cumplen los criterios de prediabetes deben ser seguidos muy de cerca y se les debe insistir en la necesidad de efectuar cambios profundos en sus estilos de vida y que éstos estén dirigidos a promover hábitos nutricionales más saludables y el incremento de la actividad física para prevenir el desarrollo de la diabetes tipo 2. La intervención farmacológica con metformina es menos efectiva, pero podría ser apropiada para pacientes seleccionados. El diagnóstico temprano de diabetes tipo 2 implica un tratamiento más agresivo para tratar de retrasar en lo posible el desarrollo de complicaciones graves y entre las que se encuentran la retinopatía, la nefropatía, la neuropatía progresiva y la enfermedad cardiovascular aterosclerótica [57]. Además, se ha puesto de manifiesto que en estas edades la progresión de estas complicaciones relacionadas con la diabetes es mucho más rápida en comparación con las que se presentan en etapas posteriores de la vida. A modo de ejemplo, en el momento de ser diagnosticados los pacientes adolescentes con diabetes tipo 2 en un elevado porcentaje de ellos ya presentan comorbilidades graves (microalbuminuria en el 13,0%, dislipemias en el 80,5% e hipertensión arterial en el 13,6%) [58].

 

Obesidad y Síndrome Metabólico

El síndrome metabólico (SM) ha sido definido como la asociación de varios factores de riesgo precursores de enfermedad cardiovascular arteriosclerótica y de diabetes tipo 2 en el adulto. Ya en 1988, Reaven observó que algunos factores de riesgo como la hiperinsulinemia/insulinorresistencia, la alteración de la tolerancia a la glucosa/diabetes tipo 2, la hipertensión arterial (HTA) y la dislipemia, solían aparecer frecuentemente agrupados. Denominó a esta asociación Síndrome X y la reconoció como un factor de riesgo para padecer enfermedades cardiovasculares. Posteriormente postuló que la insulinorresistencia desempeñaba un papel primordial en su fisiopatología y de ahí que también comenzara a denominársele como síndrome de insulinorresistencia [59,60]. La obesidad no fue incluida originalmente en la descripción original de Reaven, pero hoy en día está ampliamente documentado que la obesidad desempeña un papel central en la génesis del SM.

Aunque la existencia del SM puede demostrarse en la edad pediátrica, no existen unos criterios claramente definidos para su diagnóstico. Dado que cada uno de los factores involucrados tiene la tendencia de mantenerse a lo largo de la infancia y adolescencia hasta llegar al periodo adulto, se ha propuesto extrapolar criterios de adultos a los niños, ajustando los correspondientes valores pediátricos para la edad y el sexo. Muchos grupos de expertos, incluyendo la Organización Mundial de la Salud (OMS), el National Cholesterol Education Program (Adult Treatment Panel III), la Federación Internacional de Diabetes (IDF) y La Asociación Americana de Cardiología, han propuesto diferentes criterios diagnósticos para definir el SM en la edad pediátrica. Cook et al. [61], en un intento de unificar criterios, propuso una definición pediátrica del SM, modificando los criterios establecidos por la ATP-III. Esta ausencia de uniformidad de criterios para definir el SM en la infancia y adolescencia justifica la amplia variabilidad comunicada en la prevalencia de SM en la edad pediátrica que puede oscilar entre el 3% y el 14% en función de la definición utilizada. No obstante, se ha comprobado que el 80% de los niños y adolescentes con SM son obesos y que la prevalencia de SM en poblaciones pediátricas afectadas de sobrepeso es del 6% y que puede variar entre el 20 y el 40% para las que padecen obesidad, estando esta prevalencia estrechamente relacionada con el grado de obesidad.

Como comentamos en el apartado anterior, en la actualidad está bien establecido que la asociación de la obesidad con el SM y el riesgo cardiovascular no depende exclusivamente del grado de obesidad, sino que se encuentra muy relacionado con el patrón corporal de distribución grasa y con el contenido de grasa abdominal (adiposidad central). Por este motivo, la Asociación Americana de Cardiología y la Federación Internacional de Diabetes recomiendan estimar indirectamente su contenido mediante la medición del perímetro de la cintura  en aquellos pacientes pediátricos y adolescentes con riesgo de insulinorresistencia e incluirla como criterio imprescindible para diagnosticar el síndrome metabólico en la edad pediátrica, ya que el IMC es un indicador poco sensible para evaluar la distribución grasa y que la sensibilidad a la insulina en los niños y adolescentes obesos y con un IMC similar se encuentra significativamente más reducida en aquellos que tienen un mayor contenido de grasa visceral [62]. De todos modos, está por determinar si estos criterios diagnósticos son o no adecuados para identificar los niños y adolescentes con SM cuando sean adultos.

Haciendo uso de esta nueva definición de SM, hemos estudiado su prevalencia en una población de 346 niños y adolescentes obesos de nuestro medio (180 varones), de 6 a 20 años (edad media de 11,7 ± 2,9 años), todos de raza caucásica y con la siguiente distribución de IMC en z-score: 36% entre +2 y +3, 32% entre +3 y + 4 y 32% superior a 4 [63]. Se han utilizado los criterios de IDF 2007 para la clasificación de SM como son la presencia de obesidad abdominal (perímetro cintura >P90 para la edad) y de dos de los siguientes: glucosa en ayunas >100 mg/dL, triglicéridos >150 mg/dL, HDL-C <40 mg/dL, TA sistólica >130 mm Hg o TA diastólica >85 mm Hg. Para mayores de 16 años se modifica el perímetro cintura para las mujeres (>85 cm) y para los hombres (>95 cm) y el valor de HDL-C en mujeres (<50mg/dL). La IDF, aunque recomienda no diagnosticar de SM a los niños menores de 10 años de edad, insta a mantener un especial seguimiento y control en estos pacientes. La prevalencia global de SM en esta cohorte ha sido de 10,7%, habiéndose observado una incidencia más elevada de SM en los pacientes obesos mayores de 16 años y de sexo masculino. La prevalencia de los diferentes componentes del SM ha sido la siguiente: HTA sistólica 19,9%, HTA diastólica 7,3%, hipertrigliceridemia 10,9%, concentraciones plasmáticas de HDL-C inferiores a 40 mg% 24,7% y de glucosa superior a 100 mg/dL 2,9%. Se han hallado diferencias estadísticamente significativas en la prevalencia de SM comparando grupos estratificados según el IMC z-score (5,5% entre +2 y +3, 8,2% entre +3 y +4 y 19% superior a 4; p=0,003), por grupos de edad (3,5% en menores de 10 años, 11,1% de 10 a 16 años y 21,7% en mayores de 16 años; p=0,01) y con relación al perímetro de la cintura. En resumen, los resultados de este estudio ponen de relieve que el SM está presente en un importante porcentaje de niños y adolescentes obesos. El grado de obesidad y la edad influyen en el incremento de su prevalencia.

 

Obesidad y Fenotipo de Riesgo Cardiovascular   

Múltiples evidencias clínicas señalan que la aterosclerosis subclínica que es el precursor de la enfermedad cardiovascular aterosclerótica ya está presente en los niños y adolescentes obesos y que su proyección a la edad adulta incrementa de forma muy significativa el riesgo cardiovascular a edades medias de la vida. Un modelo predictivo estima que la prevalencia de la enfermedad coronaria en los Estados Unidos aumentará del 5 al 16 por ciento para 2035, con más de 100.000 casos en exceso atribuibles al aumento de la prevalencia de la obesidad infantil [64].

Estos cambios cardiovasculares precoces incluyen la disfunción endotelial, el engrosamiento de la íntima-media carotídea, el desarrollo prematuro de estrías grasas y placas fibrosas en la aorta y en las arterias coronarias y un aumento de la rigidez arterial [65-68]. Estas lesiones están íntimamente relacionadas con la obesidad, la existencia de un estado de inflamación sistémico de bajo grado, la hipertensión arterial y los perfiles anormales de lípidos plasmáticos [69,70]. La resistencia a la insulina es un factor de riesgo independiente para el desarrollo de la aterosclerosis carotídea prematura, incluso después de ser ajustada para otros factores de riesgo cardiovascular como la hipertensión arterial y la dislipidemia [71,72].

No obstante, una proporción significativa de niños y adolescentes con obesidad no muestran evidencias de la presencia de factores de riesgo cardiovascular (denominada "obesidad metabólicamente saludable"). Estos sujetos tampoco muestran signos de enfermedad aterosclerótica preclínica (evaluada por el grosor íntima-media de la carótida) y tienden a permanecer metabólicamente saludables en la edad adulta [73]. De esta forma, recientemente se ha definido el fenotipo obeso metabólicamente sano (FOMS) en los pacientes obesos que no presentan complicaciones metabólicas (alteraciones del metabolismo de los hidratos de carbono, dislipidemia e hipertensión arterial) y que tienen preservada la sensibilidad a la insulina a pesar del exceso de la grasa corporal [74-76] (Figura 2). Este fenotipo se asocia con un menor riesgo relativo de padecer enfermedad cardiovascular y diabetes tipo 2 en la edad adulta [77,78]. Los criterios que definen a los pacientes FOMS son los siguientes:  1) glucemia plasmática <100 mg/dL; 2) triglicéridos plasmáticos ≤150 mg/dL; 3) cHDL ≥40 mg/dL y 4) tensión arterial sistólica (TAS) y diastólica (TAD) ≤p90 [28]. Los pacientes obesos con riesgo metabólico (FORM) se caracterizan por la presencia de uno o más de los anteriores criterios de riesgo cardiovascular.

Desde un punto de vista funcional se ha podido comprobar que los pacientes FOMS tienen la capacidad de acumular el exceso de grasa a nivel del tejido adiposo subcutáneo, expandiendo o incrementando éste según se necesite, mientras que, en el caso del obeso con riesgo cardiovascular (FORM) los depósitos de grasa subcutánea no se expanden lo suficiente y dicha grasa se acumula en otros tejidos del organismo. Estos serían los que se denominan depósitos ectópicos, que estarían a nivel de hígado, pericardio, espacio retroperitoneal, mesenterio y espacio perivascular, entre otros, constituyendo la denominada grasa visceral [75,79] (Figura 3). Esta grasa está íntimamente relacionada con los factores de riesgo cardiovascular, como la diabetes, la hipertensión arterial, el hígado graso no alcohólico, la hiperlipemia y su nexo, la resistencia insulínica como hemos comentado previamente [80]. El fenotipo FORM al no incluir como criterio diagnóstico la medida del perímetro de la cintura, que es el criterio principal para definir el síndrome metabólico tiene una mejor capacidad discriminativa para identificar a los pacientes que presentan resistencia a la insulina y en los que la medida del perímetro de la cintura es inferior al p90 [81], siendo recomendado en la actualidad para identificar los pacientes obesos con complicaciones metabólicas tanto en poblaciones pediátricas [82,83] como adultas [84-86]. Es evidente la trascendencia e interés que tiene la identificación precoz de los pacientes obesos con riesgo cardiometabólico ya sea a través de marcadores antropométricos o bioquímicos que sean sensibles y accesibles a los clínicos con el objeto de revertir su desfavorable situación metabólica.

Como hemos comentado previamente en la introducción, el IMT estima el porcentaje de grasa corporal con mayor precisión que el IMC en niños y adolescentes de 8 a 18 años de edad, y se ha propuesto sustituir el uso de los valores z-score del IMC por los del IMT [87,88]. En nuestro país, recientemente nuestro grupo ha publicado los valores de referencia del IMC y del IMT según la edad y sexo de los niños sanos sin malnutrición ni obesidad [11]. Estos valores pueden ser de una gran utilidad para la evaluación clínica de la obesidad especialmente durante la etapa prepuberal y la adolescencia, ya que los valores del IMT se mantienen muy uniformes tanto en niños como en niñas desde la edad de 8 años hasta los 18 años.

Nuestro grupo recientemente ha publicado los resultados de un estudio prospectivo dirigido a determinar en primer lugar la prevalencia del fenotipo FOMS y del fenotipo obeso con riesgo metabólico (FORM) en una amplia muestra de niños y adolescentes obesos y en segundo lugar a establecer los puntos de corte de los parámetros antropométricos que permitan identificar con mejor precisión diagnóstica a los pacientes obesos con riesgo metabólico [12]. La prevalencia del fenotipo FORM en nuestra cohorte es del 62,4%, situándose en un rango intermedio al comunicado por otros estudios y en los que varía entre el 21,5% y el 79,1% [79-91]. El análisis de los factores que ejercen una influencia más directa en el desarrollo del fenotipo de riesgo cardiovascular muestra que los pacientes de mayor edad, sexo masculino y con valores más elevados de IMC z-score o IMT son las variables que más directamente parecen estar implicadas junto a la insulinorresistencia en su desarrollo. La raza, perímetro de la cintura, grado de actividad física y estado socioeconómico parecen tener una influencia menor [92-97]. En este sentido, quisiéramos destacar no solo la importancia que tiene identificar adecuadamente al paciente con sobrepeso y obesidad sino también de la trascendencia que tiene la categorización del grado e intensidad de la obesidad, ya que está muy estrechamente relacionada con la presencia de complicaciones metabólicas [5,45]. Estratificar el grado de obesidad con patrones de IMT/edad obtenidos en poblaciones no obesas ni malnutridas en los que su distribución es prácticamente normal y los valores de la DE constantes representa una ventaja metodológica y práctica respecto a hacerlo con los valores del IMC que varían en función de la edad y sexo y precisan del cálculo del valor z-score. Nuestro estudio además pone de relieve que el IMT es el parámetro antropométrico que tiene mayor especificidad para identificar los pacientes FORM, siendo el mejor punto de corte el valor de 18,7. Aunque su precisión diagnóstica no es muy elevada permite clasificar adecuadamente a cerca del 60% de los pacientes FORM y es similar al IMC y al índice cintura/talla en este fin. Los pacientes obesos FORM presentan significativamente mayor grado de insulinorresistencia lo que pone de relieve la importancia de esta alteración en la génesis de los trastornos metabólicos asociados a la obesidad. Un estudio reciente diseñado para establecer la capacidad predictiva del IMT para identificar marcadores de riesgo cardiovascular en una amplia muestra poblacional de niños y adolescentes de 6 a 19 años de edad muestra una precisión diagnóstica del IMT similar a la observada en nuestra población [92].

En resumen, el estudio sistemático de la presencia de complicaciones metabólicas (estados de resistencia a la insulina y/o síndrome metabólico y fenotipo obeso de riesgo cardiovascular) debe efectuarse de forma rutinaria en los niños y adolescentes obesos con objeto de identificar aquellos sujetos con mayor susceptibilidad y riesgo para presentar en etapas relativamente tempranas de la vida adulta enfermedad cardiovascular precoz y diabetes tipo 2. La identificación de estos trastornos metabólicos en los niños y adolescentes obesos debe promover la adopción, en primera instancia, de medidas enérgicas dirigidas fundamentalmente hacia la modificación de sus hábitos nutricionales y estilos de vida [98].

 

Tratamiento de la obesidad mórbida en la infancia y adolescencia

Durante los últimos años hemos adquirido gran cantidad de conocimientos sobre los mecanismos reguladores del peso y de la composición corporal, descubriéndose nuevas hormonas, genes y vías reguladoras. Pero a pesar de estos avances, el tratamiento de la obesidad sigue siendo uno de los problemas más difíciles de la práctica clínica. Algunos ensayos clínicos realizados en adultos con nuevos fármacos que actúan sobre las vías reguladoras del apetito, de la ganancia ponderal y de la composición corporal, han mostrado resultados pobres a pesar de haber sido utilizados en combinación con medidas dietéticas y estimuladoras de la actividad física.

La modificación de la conducta alimentaria, el estímulo de la actividad física y el soporte emocional, son los pilares angulares sobre los que sigue descansando el tratamiento de la obesidad tanto en el adulto, como en el niño y en el adolescente. Los objetivos del tratamiento son lograr una pérdida ponderal con un crecimiento normal y crear las condiciones adecuadas a través de las modificaciones de los hábitos nutricionales y estilos de vida que impidan la recuperación ponderal posterior [99,100].

La indicación del tratamiento farmacológico de la obesidad no debe utilizarse como terapia aislada, sino de forma complementaria a las terapias básicas de reeducación alimentaria, actividad física y cambios en el estilo de vida. Un reciente informe plantea su uso en la adolescencia cuando no se hayan alcanzado los objetivos de pérdida de peso únicamente con los cambios en los estilos de vida y se hallen presentes complicaciones metabólicas asociadas a la obesidad [101]. Los expertos están de acuerdo en que los fármacos deben restringirse a los niños con una obesidad extrema (>3,5 DE) y con comorbilidades graves, como la enfermedad hepática grasa, la hipertensión arterial o la intolerancia a la glucosa. Ningún fármaco debería prescribirse sin acompañarse de modificaciones en el estilo de vida. Una vez ini­ciadas estas modificaciones, aún no se ha establecido con claridad el momento en el que debería instaurarse el tratamiento farmacológico adicional. No obstante, parece razonable que hayan transcurrido 6 meses desde la modificación del estilo de vida antes de plantearse el inicio de un tratamiento farmacológico. En la Tabla 3 se resumen los fármacos disponibles para el tratamiento de la obesidad en poblaciones adultas; de todos ellos, solo el orlistat tiene registrada su indicación para el tratamiento de la obesidad en pacientes de más de 12 años de edad [102].

El orlistat inhibe las lipasas gastrointestinales y, por lo tanto, reduce la absorción del 30% de la grasa dietética ingerida. Como actúa localmente con una absorción mínima, los efectos adversos sistémicos son limitados. Ha sido aprobado por la FDA en el año 2003 para el tratamiento de la obesidad en niños de 12 años y adolescentes a una dosis de 120 mg tres veces al día. Su eficacia en la pérdida de peso es muy modesta. Después de una media de 54 semanas de tratamiento, el grupo con orlistat mantuvo una reducción media del IMC de 0,55 kg/m2, mientras que el grupo con placebo mostró un incremento del IMC de 0,31 kg/m2 sobre el valor de base [103]. Los fenómenos adversos más frecuentes fueron la emisión de deposi­ciones oleosas líquidas (29%), las flatulencias y el dolor abdominal (22%) y la urgencia fecal (21%). Estos efectos secundarios en ocasiones llegan a ser lo suficientemente molestos para que el paciente decida abandonar el tratamiento, no obstante, pueden en buena medida paliarse reduciendo el consumo de grasas, lo que supone un beneficio añadido a la modificación de la dieta. El orlistat bloquea la absorción de vitaminas liposolubles y por lo tanto se recomienda su monitorización y eventual administración de preparados multivitamínicos.

La metformina es otro fármaco que se prescribe a los niños obesos para reducir su IMC. Se emplea normalmente en niños de más de 10 años con diabetes tipo 2, pero no está aprobada por la FDA para el tratamiento de la obesidad. Disminuye la pro­ducción hepática de glucosa y la absorción intestinal de glucosa, e inhibe la lipogénesis, aparte de mejorar la sensibilidad a la insulina y la secreción del péptido similar al glucagón. Se han realizado, al menos, 10 estudios con control de placebo de metformina con vistas a reducir la obesi­dad en los niños. El promedio de la dosis de metformina era de 1500 mg/día. La duración del tratamiento fue breve (entre 2 y 6 meses) y la reducción del IMC osciló de -0,9 a -1,8 kg/m2comparada con el placebo [104,105]. Los efectos secundarios principales de la metformi­na reportados fueron la diarrea transitoria, molestias abdominales y náuseas, que rara vez condicionaron la suspensión del tratamiento. Se demostró que una pequeña disminución en la dosis mejoraba la tolerancia sin afectar a la eficacia.

Una revisión Cochrane sistemática publicada en el año 2016 evaluó a la metformina (11 ensayos), al orlistat (4 ensayos) y un ensayo en el que se combinaba metformina y fluoxetina. Se comprobó que las interven­ciones farmacológicas suelen tener cierto efecto positivo sobre el IMC, aunque su reducción ciertamente es muy modesta. Por lo general, los ensayos se consideraron de baja cali­dad y con tasas de abandono altas [101].

Otros fármacos que se han utilizado fuera de ficha técnica para el tratamiento de la obesidad en la adolescencia incluyen el topiramato [106] y el agonista del receptor del péptido similar al glu­cagón tipo 1 (GLP-1) como la exenatida [107,108]. Los agonistas del GLP-1 disminuyen el gasto energético y el apetito y retrasan el vaciamiento gástrico. Dos ensayos clínicos han evaluado sus efectos en pacientes pediátricos. Los datos acumulados de los efectos del tratamiento ponen de relieve una reducción media del IMC de -3,42% a los 3 meses comparado con el grupo placebo (IC del 96%, de -5,41% a -1,42%). El efecto secundario más frecuente del GLP-1 fueron las náuseas que describen como leves y transitorias. Sin embargo, estos dos ensayos fueron de corta duración (3 meses) y se efectuaron en un número pequeño de pacientes (12 y 26, respectivamente), por lo que estos resultados deben interpretarse con cautela y precisan ser confirmados por estudios a largo plazo y en un mayor número de pacientes.  

En algunos pacientes hemos podido comprobar que el conjunto de medidas dirigidas a modificar sus hábitos alimentarios, fomentar la actividad física e incluso el tratamiento farmacológico no consigue revertir la severidad de su obesidad que determina un deficitario estado de salud física y de bienestar psicológico. En un reciente metaanálisis se estima que la efectividad de las intervenciones dietéticas y de los programas de cambio de estilos de vida en adolescentes con obesidad mórbida tan solo contribuye a una pérdida de solo 1,25 kg/m2 de IMC a medio plazo [102,109]. En estas circunstancias, la cirugía bariátrica representa la última posibilidad terapéutica para estos pacientes una vez que hayan completado el desarrollo puberal y su maduración afectiva [110-113].

 

Conflictos de intereses

Los autores declaran no tener conflictos de intereses en relación con este artículo.

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