Rev Esp Endocrinol Pediatr

Rev Esp Endocrinol Pediatr 2021;12(1):1-5 | Doi. 10.3266/RevEspEndocrinolPediatr.pre2021.Jun.679
Obesidad infantil en tiempos de covid-19
Childhood obesity in times of COVID-19

Sent for review: 29 Jun. 2021 | Accepted: 29 Jun. 2021  | Published: 29 Jul. 2021
Maria Gloria Bueno Lozano
Profesora Titular de Pediatría. Facultad de Medicina. Grupo de investigación GENUD. Universidad de Zaragoza. Unidad de Endocrinología Pediátrica. Hospital Clínico Universitario “Lozano Blesa” Ciberobn. Instituto Carlos III. Zaragoza (España)
Correspondence:Maria Gloria Bueno Lozano, Profesora Titular de Pediatría. Facultad de Medicina. Grupo de investigación GENUD. Universidad de Zaragoza, Unidad de Endocrinología Pediátrica. Hospital Clínico Universitario “Lozano Blesa” Ciberobn. Instituto Carlos III, Zaragoza, España

La enfermedad COVID-19 ha puesto del revés nuestra vida familiar, social, laboral y cotidiana. En marzo de 2020, los gobiernos del mundo instituyeron una serie de medidas de protección que tenían como objetivo frenar la expansión de este virus y la difusión de la infección. Entre estas medidas se encontraban la cuarentena, entendida como separación de personas o comunidades que han estado expuestas a una enfermedad infecciosa, el aislamiento o separación de personas infectadas y el distanciamiento social (1).

Más de 2.600 millones de personas se confinaron en casa y se calcula que, entre ellas, se encontraban 650 millones de personas obesas que habrían agravado su situación (2). El uso de la cuarentena para combatir la pandemia de COVID-19 parece haber tenido éxito desde una perspectiva epidemiológica, pero este aislamiento ha tenido consecuencias negativas en otros aspectos de la salud de las familias, entre los que se encuentran los psicológicos, los socioeconómicos y los metabólicos. En Estados Unidos, en diciembre de 2020 ya se publicaban 1,27 millones de nuevos casos de obesidad infantil, lo que supondría un aumento de su prevalencia en torno al 15% en muchos de los estados americanos. Se intuye que un incremento semejante puede haberse producido en otros países del mundo (3).

Las circunstancias mencionadas dieron lugar a un cambio radical en el estilo de vida y en los hábitos alimentarios, y esto ha incidido de forma crucial en el acúmulo excesivo de grasa a nivel corporal. La preocupación es creciente, de ahí que se haya acuñado un nuevo término, “covibesidad” (2)

Otro punto de vista no menos importante que el anterior es el hecho de que la obesidad en el adulto se considera uno de los factores de riesgo más importantes para desarrollar formas graves de enfermedad por COVID-19, aumentando el riesgo de mortalidad. Esta situación también se ha objetivado en un número importante de casos de adolescentes obesos (4).

Por tanto, la obligación del pediatra es volver a incidir en un tratamiento urgente de esta situación, no sin antes realizar una seria reflexión sobre cómo se han modificado esos factores ambientales que siguen incidiendo de forma tan negativa en la etiopatogenia de la obesidad infantil.

Impacto de la COVID-19 en los hábitos alimentarios

En España, alrededor de 18.625.000 hogares sufrieron restricciones de movilidad. Los primeros días, tan solo se podía salir a las compras más esenciales. El gasto en la cesta de la compra se incrementó hasta en un 25%, sobre todo en esa primera semana denominada “semana de la histeria”, en la que las cadenas de alimentación notificaron un incremento del 26% en la compra de bebidas fermentadas, en especial cerveza, chocolate y harinas, y una disminución en las ventas de pescado (5).

Para algunos, es cierto que fue la ocasión de cocinar en casa, vivir en familia y teletrabajar. De volver a esas compras pequeñas de alimentos frescos en los locales más próximos. Se aprovecharon estos tiempos difíciles como la oportunidad perfecta para cocinar comida casera y el reencuentro familiar. En un estudio realizado en nuestro país en un grupo de 1.155 adultos mediante encuesta electrónica, los cambios más frecuentes detectados fueron: aumento del consumo de fruta (27%), huevos (25,4%), legumbres (22,5%), verduras (21%) y pescado (20%). Además, se redujo el consumo de carnes procesadas (35,5%), cordero o conejo (32%), pizza (32,6%), bebidas alcohólicas destiladas (44,2%), bebidas azucaradas (32,8%) o chocolate (25,8%), con algunas diferencias, sobre todo en función de la edad y la situación socioeconómica (5). Ojalá esta positiva experiencia de algunos pueda tener un efecto a largo plazo en las preferencias alimentarias de los niños de estas familias.

Pero esto no fue lo más habitual, sobre todo en los sectores de población más desfavorecidos. Se calcula que un tercio de la población ha sufrido un revés económico de tal envergadura que se ha producido el fenómeno denominado por los americanos como “inseguridad alimentaria”, que ha  hecho desplazar los hábitos de compra hacia los alimentos más baratos y duraderos, susceptibles de ser almacenados. Este ha sido el caso de los alimentos ultraprocesados, ricos en sal, azúcar y grasas trans, todos ellos íntimamente relacionados con el riesgo de obesidad (6,7).

La cuarentena produjo estrés y el estrés conduce a ansiedad, que se puede aliviar con la comida y la bebida: es lo que algunos autores han dado en llamar “stress-related eating” (8,9), que ha podido condicionar esa falta de adherencia al tratamiento de las personas con obesidad. En condiciones normales, aproximadamente el 50% de los niños y el 65-90% de los adolescentes no son adherentes al tratamiento cuando este es crónico; estas cifras han aumentado aún más (10). También se ha incrementado en estos días otro trastorno conductual relacionado con el estrés: el denominado “food craving” o deseo imperioso de comer un determinado tipo de alimento (11), lo que tendría además una explicación fisiológica, ya que el deseo de tomar carbohidratos aumenta la secreción de serotonina, la cual, a su vez, tiene un efecto positivo sobre el estado de ánimo, y este efecto es proporcional al índice glucémico del alimento que los contiene. El estrés supone, además, un aumento de los niveles circulantes de glucocorticoides relacionados con el consumo de alimentos más sabrosos y, por tanto, con más sal y grasa (10,11).

Durante la cuarentena, los adolescentes aumentaron hasta en un 20,7% la ingesta de dulces y bebidas azucaradas, y el 64% refiere haber consumido comida rápida al menos una vez a la semana en comparación con el 44,6% de antes del confinamiento. Esto se ha asociado a un incremento de peso en el 25% de los adolescentes encuestados. Las tasas más altas de adherencia a la ingesta semanal de alimentos saludables ha tenido lugar en mujeres adolescentes que viven en Europa en las que la educación materna era superior (11,12).

Otro hecho que hay que tener en cuenta es que, al inicio de la pandemia de COVID-19, las mujeres embarazadas formaban parte del grupo aparentemente vulnerable y algunos gobiernos les recomendaron quedarse en casa (13). Se ha demostrado también un aumento global de peso en las mujeres embarazadas durante esta pandemia, lo que tendrá implicaciones futuras en el desarrollo de obesidad infantil, diabetes y enfermedad cardiovascular de los niños producto de estas gestaciones (14).

Impacto de la COVID-19 sobre la actividad física y el sedentarismo

Datos previos a la pandemia reflejaban que las cuatro quintas partes de los adolescentes del mundo no seguían las recomendaciones internacionales de actividad física. De hecho, tendían a experimentar aumento de peso durante las vacaciones de verano que era difícil de perder y se acumulaba de un verano a otro. Por tanto, si se considera el período de cuarentena por la COVID-19 como un "verano con inicio temprano de las vacaciones", se podría anticipar que la tasa de obesidad aumentará proporcionalmente al número de meses en que las escuelas permanecieron cerradas (13,15,16).

Los niños que han residido en áreas urbanas y/o dentro de viviendas pequeñas se han llevado la peor parte, porque, además, durante la primera ola de COVID-19 también cerraron los centros de ocio y los parques infantiles (3,13).

Es bien sabido que la actividad física regular reduce la inflamación y el acúmulo de grasa corporal y visceral. Su limitación se asocia a efectos metabólicos que inciden en un aumento en el riesgo cardiovascular (17). Por eso, la Organización Mundial de la Salud publicó durante la cuarentena recomendaciones sobre permanecer activos y realizar ejercicio físico a domicilio. Sugirió clases “on line”, vídeos y aplicaciones móviles (“apps”) para mantener la salud física y mental (17).

Algunos países lo supieron transmitir de forma adecuada a su población. A modo de ejemplo, en la pequeña isla europea de Malta se transmitió un programa diario de actividad física en la televisión nacional que siguieron niños y adultos por igual mientras se permanecía en casa (13).

Pero esto no ha sido así en todos los países del mundo. Durante la pandemia, tan solo un 10,4% de los niños participó en actividades deportivas en equipo, el 28,9% recibió clases de baile o yoga y el 2,4% practicó deporte on line. La distribución geográfica fue desigual, y los países de Latinoamérica fueron los que menos deporte practicaron (12).

La otra cara de la moneda es el incremento de los hábitos sedentarios en los niños y adolescentes durante la pandemia, lo que ya resultaba ser una preocupación previa (20). Antes de esta, ya se había especulado sobre el importante papel que las plataformas virtuales estaban adquiriendo en los niños y adolescentes que las utilizaban para comunicarse con otros, jugar a videojuegos y acceder a redes sociales. El año escolar 2019-2020 se detuvo abruptamente y los niños dejaron de ir al colegio. Esto les obligó a permanecer en casa e intentar desarrollar su enseñanza a través de medios virtuales (21).

La pandemia trajo consigo un mayor tiempo frente a la pantalla para los niños a medida que las escuelas trasladaron el aprendizaje a la virtualidad. Aunque esto ha sido beneficioso para fines educativos y para la comunicación social entre los niños, el aumento del tiempo de pantalla puede exacerbar aún más los hábitos sedentarios, así como aumentar los riesgos de ansiedad, depresión y falta de atención. Publicaciones recientes nos informan de que el tiempo de pantallas (televisión, móviles y ordenador) aumentó en los niños aproximadamente cinco horas por día en comparación con el período anterior a la COVID-19; también se incrementaron los trastornos del sueño (21-23).

Existe una asociación entre el aumento del índice de masa corporal y el porcentaje de grasa corporal a medida que aumenta el tiempo frente a las pantallas, porque lleva consigo, además, un aumento en la ingesta de alimentos que condicionará aumento de peso, hipertensión arterial y resistencia a la insulina. Por lo tanto, es imperativo restablecer ese equilibrio entre el tiempo que consumen los niños con pantallas y la actividad física, aconsejando que el primero sea inferior a las dos horas diarias (20,21).

Sin embargo, la tecnología aporta también aspectos positivos. De hecho, se han multiplicado las aplicaciones relacionadas con la salud, lo que ofrece una oportunidad para difundir intervenciones en el estilo de vida que se deben aprovechar en un futuro. En este sentido, algunas escuelas han organizado clases de actividad física para niños que se pueden seguir fácilmente en casa a través de plataformas virtuales. Tales iniciativas deben proseguir y ser implementadas después de estos tiempos de COVID-19 (13).

Obesidad infantil e infección por COVID-19

La relación entre la obesidad y las enfermedades virales se ha estudiado durante muchos años. Durante la epidemia de gripe por H1N1, cobró especial interés, ya que se observó que los pacientes obesos tenían mayor riesgo de desarrollar la enfermedad, mayor estancia en la unidad de cuidados intensivos (UCI) y mayor mortalidad (24). Este hecho se demostró incluso en niños, los cuales, cuando eran obesos, presentaban un deterioro de la respuesta inmunitaria, especialmente celular, al virus de la influenza, así como también una respuesta inadecuada a la vacuna (25). Durante la epidemia de COVID-19 en Canadá, la obesidad fue el tercer factor demográfico más prevalente entre los niños ingresados ​​en la UCI, detrás de aquellos con enfermedades graves, inmunodeprimidos o con proce-

sos oncológicos (4). En Nueva York, la obesidad fue la comorbilidad más prevalente en los 50 casos graves de COVID-19 que afectaron a niños y adolescentes (26).

Los efectos de la obesidad pediátrica en la COVID-19  no han podido ser estudiados hasta el momento de forma adecuada y algunos de los datos se interpretan a partir de lo conocido en el adulto. No existen por el momento suficientes estudios publicados sobre este tema en este grupo de edad. Lo cierto es que los tres principales factores de riesgo que relacionan la obesidad con la COVID-19 demostrados en adultos también están presentes en niños y adolescentes y no son otros que la inflamación subclínica crónica, una respuesta inmunitaria alterada y enfermedades cardiorrespiratorias subyacentes, como el asma (27).

La enzima convertidora de la angiotensina-2 (ACE-2) es el receptor funcional para el SARS-CoV-2. Los estudios en modelos animales muestran que las ratas alimentadas con una dieta alta en grasas tienen una mayor expresión de ACE-2 en los pulmones, lo que podría ayudar a explicar la mayor gravedad de la enfermedad entre individuos obesos (28). En el momento actual, se considera que es precisamente la alta prevalencia de obesidad entre los jóvenes la que puede estar desplazando la curva de mortalidad por edades en los países donde la prevalencia de sobrepeso es mayor (29).

Los mecanismos implicados incluyen numerosos aspectos relacionados con la propia obesidad y también con sus comorbilidades. Se ha especulado sobre el papel de la deficiencia en vitamina D y zinc y la ferropenia, que se asocian a la obesidad. En ocasiones, con escasa evidencia científica, se ha aconsejado suplementar a los obesos con dichos micronutrientes para mejorar su inmunidad. Entre lo especulado también existen datos objetivos, como el que a continuación se expone.  La resistencia a la insulina, la dislipidemia, el estado proinflamatorio y el incremento del estrés oxidativo presentes en la obesidad tienen un importante papel en la disminución de la producción de óxido nítrico en todos los órganos (entre ellos, el pulmón y el riñón). El óxido nítrico es una de las sustancias más potentes desde un punto de vista antiinflamatorio que ayudaría a combatir la infección por SARS-CoV-2 (29).

Recomendaciones pos-COVID

Frenar la propagación viral mientras se protege la salud de la población deberá seguir siendo una prio-
ridad máxima hasta que la vacunación contra la COVID-19 avance. Sin embargo, es imperativo abordar otros problemas, como el de la obesidad infantil, que, si no se controlan, pueden tener un profundo impacto económico y de salud a largo plazo.

Es necesario nuevamente comprometer a los pediatras en realizar la evaluación del estado nutricional de los niños, reeducar a los padres sobre la disponibilidad de alimentos, su conveniencia y cómo elegirlos. Es imprescindible defender la realización de actividad física manteniendo el distanciamiento social, si es necesario a través de las aplicaciones móviles. También lo es el respetar las horas de sueño y limitar el tiempo de sedentarismo en la medida de lo posible. Asímismo, es necesario incidir en que los tratamientos de las enfermedades crónicas no se interrumpan y reflexionar en lo que la telemedicina puede aportar al respecto.

Una vez más, la prevención y el manejo de la obesidad infantil deben establecerse como una prioridad a nivel individual, comunitario y poblacional durante y tras esta pandemia. Urge ponerse en marcha ya. Cómo diría Mario Benedetti “que no se nos pase la vida esperando mejores tiempos”.

Conflictos de intereses

Los autores declaran no tener conflicto de intereses alguno en relación con este artículo.

©Sociedad Española de Endocrinología Pediátrica (https://www.seep.es). Publicado por Pulso ediciones, S.L. (https://www.pulso.com)

Artículo Open Access bajo licencia CCBY-NC-ND (http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/).

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